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Fundación La Casa Común

Fernando Atria: "Abogar por una amnistía, no implica validar la violencia ni justificarla"

Actualizado: 20 oct 2021

Por Fernando Atria, convencional constituyente y presidente de La Casa Común.


El proceso constituyente y la institucionalidad actual

La cuestión central es si estaremos dispuestos, en lo que viene, a superar distintas formas de autoengaño y confrontar los hechos. Por cierto que la quema de estaciones del Metro y la vandalización de numerosos espacios públicos y privados son hechos injustificables; por cierto que cada uno de esos hechos configura un ilícito penal; por cierto que un sistema democrático y una convivencia civilizada se basan en la exclusión de esos hechos, de modo que las diversas formas de conflictos y demandas sociales se canalicen a través de mecanismos donde prime la deliberación y la decisión ciudadana y democrática.

Indudablemente, esto último es lo deseable, lo que todos queremos. Pero en el mundo real, los hechos no ocurren como nos gustaría que ocurrieran. Las formas institucionales son mecanismos para hacer probable que las cosas sucedan como creemos que deben suceder: para que la conflictividad inherente a nuestra vida social se canalice a través de medios razonables, para que las distintas demandas respecto de las condiciones de nuestra vida en común se puedan expresar a través de medios pacíficos.


Este es el sentido del proceso constituyente, validado como está por un plebiscito cuyo resultado fue extraordinariamente categórico. En la primera pregunta de ese plebiscito se manifestaron dos cosas: por una parte, la caducidad de la constitución vigente; por la otra, la necesidad de darnos una nueva. Lo primero significa un rechazo a las formas institucionales de la política, incapaces ya de contener la conflictividad social y canalizar las demandas por mayor justicia social. Lo segundo es una afirmación de esperanza, de que eso no tiene por qué ser así, de que es posible tener formas institucionales capaces de conducir esa conflictividad y permitirnos convivir en paz y sin violencia.

Esto fija el sentido mínimo del proceso constituyente: se trata ante todo de un proceso que necesita darnos una institucionalidad nueva que, a diferencia de la actual, esté socialmente legitimada, de modo que sea capaz de canalizar la conflictividad social y que, por eso sea eficaz en excluir de nuestra vida política la violencia, toda violencia. La necesidad de restablecimiento institucional -finalidad mínima del proceso constituyente- nos obliga a confrontar el momento inicial de este camino.

¿Qué hizo posible al proceso constituyente?

El proceso constituyente en curso no representa el primer momento en que se manifestó la necesidad de enfrentar la crisis de legitimidad de la institucionalidad vigente. Sin embargo, es la primera vez que ha sido posible responder a esa necesidad con un proceso democrático y participativo capaz de enfrentarla y solucionarla. Es que solo ahora ha sido posible superar los vetos y cerrojos que definían a la Constitución de 1980, la Constitución Tramposa. Esta superación de vetos y cerrojos configura un contexto totalmente inédito en que la nueva Constitución surgirá de un amplio acuerdo en la Convención Constitucional.

Porque las críticas a los “grandes acuerdos” nunca apuntaron a desconocer la importancia de aunar posiciones y, de ese modo, lograr acuerdos. Ellas apuntaban, más bien, a lo que durante los últimos 30 años se ha denominado “gran acuerdo”: acuerdo con la derecha, que había asegurado para sí un poder de veto unilateral en la Constitución. La actual discusión constituyente, en cambio, no estará sujeta al veto unilateral de nadie. La nueva Constitución será el primer gran acuerdo genuino de nuestra convivencia política en décadas.

¿Cómo es que llegamos a esto? ¿Qué hizo que el 15 de noviembre de 2019 todos los cerrojos que habían hecho imposible una nueva Constitución se disolvieran? ¿Cómo es que solo entonces fue posible un plebiscito constitucional, celebrado por los mismos que antes lo habían descartado diciendo que era un “atajo raro”, un acuerdo “con una pistola sobre la mesa”, o incluso un “golpe de Estado”? ¿Por qué un gobierno que, al asumir, ya anunciaba su desinterés en una nueva Constitución, ahora presentaba como triunfo un acuerdo destinado a lograr precisamente eso?

Estas son las preguntas que deben ser respondidas sin autoengaño, es decir, sin que nuestro deseo de que las cosas ocurran de determinada manera nos lleve a ignorar el modo en que, efectivamente, ocurrieron.

Yo creo que todas y todos sabemos la respuesta a estas preguntas, sabemos cómo las responderán los libros de historia: lo que explica que el 2019 fuera posible algo imposible hasta entonces, fue la radicalidad con la que se manifestó la impugnación al orden vigente desde el 18 de octubre de ese año. Y esa radicalidad que incluso hizo temer a muchos por la estabilidad institucional misma, no se redujo a la violencia de esos días, pero ciertamente la incluyó como un elemento principal.

Lo anterior no es una evaluación normativa del 18 de octubre. Es una descripción de lo ocurrido, para lo cual es útil considerar el camino que la demanda constituyente había transitado hasta entonces. Porque esa demanda no surgió en el 2019. Ha estado presente desde fines de la dictadura, y cada vez con más fuerza a partir de 2006. Fue incluida en los programas presidenciales de todas las candidaturas -excepto la de Sebastián Piñera- en el año 2009; estuvo en las manifestaciones estudiantiles de 2011; fue uno de los puntos centrales del programa de Michelle Bachelet y en el fallido proceso constituyente de ese gobierno; atravesó las marchas de No+AFP el 2016 y el mayo feminista de 2018. La institucionalidad política de la Constitución de 1980 y la cultura política que floreció bajo ella (lo que hoy se denomina la “clase política”) hicieron imposible abrir camino a esa demanda antes del 18 de octubre. Lo especial de ese día y los siguientes, lo que distingue al 18 de octubre de las movilizaciones, marchas y manifestaciones del 2006, 2011, 2016 o 2018, fue la radicalidad y masividad de la expresión ciudadana que, ciertamente, tuvo componentes violentos.

Algunos, queriendo evitar la cuestión incómoda de la violencia, apuntan a la marcha del 25 de octubre de 2019 como el hito decisivo. Esto es una forma de autoengaño. Primero, porque la masividad de la expresión ciudadana no distingue al 18 de octubre del 2011 y la demanda por la educación como derecho social; del 2016 y la protesta contra las AFP; del 2018 y la defensa de los derechos de las mujeres. En todas estas movilizaciones estuvo presente la demanda de nueva Constitución. Ninguna de ellas tuvo el efecto de lograr lo que se logró el 15 de noviembre de 2019.

Pero más importante que esta comparación entre movilizaciones es la realidad concreta de la marcha del 25 de octubre, el contexto en el que surge y el significado que tuvo. Ella fue una manera de decir que quienes marchábamos éramos conscientes de lo que había ocurrido una semana antes y, aunque sabíamos que había significado la destrucción de estaciones del metro y distintos daños, la impugnación del orden existente era nuestra impugnación, pese a que se había manifestado violentamente.

La forma pacífica de esa demostración era una expresión, sí, del rechazo a la violencia. Pero no fue una marcha de repudio o desagravio, como las manifestaciones en Madrid y otras ciudades españolas después del atentado en Atocha el 11 de marzo de 2004. Al contrario, significaba que la revuelta había sido nuestra revuelta. Y era nuestra revuelta a pesar de la violencia y pesar de rechazar la violencia, porque entendíamos que lo que estaba en juego era mucho más importante.

Creo, entonces, que un elemento central en la posibilidad del proceso constituyente, fue el estallido del 18 de octubre. Cuando en la Convención Constitucional sostuve que “la violencia fue necesaria para abrir el proceso constituyente”, hice un análisis retrospectivo. No se trata de ideales, no se trata de lo que cada cual prefiera, justifique o proponga. Se trata de analizar, sin autoengaño, qué fue diferente en 2019 del 2011, 2016 o 2018.

La amnistía y sus límites

Esto lleva a la cuestión de la amnistía, porque sigo creyendo que, como lo afirmé en la Convención Constitucional, “es incoherente celebrar el proceso constituyente y al mismo tiempo pretender tratar, sin más, como delitos, a los hechos que lo hicieron posible”.

Es que contra la reacción inicial del Gobierno (que se declaró en “guerra” y caracterizó a quienes protestaban como seguidores o agentes de gobiernos extranjeros que tenían todo planificado, grupos de delincuentes organizados que concertadamente actuaron sobre el transporte público y otros bienes, sin que veinte meses después nada de esto haya sido probado), hoy podemos decir que el pueblo chileno hizo suya la impugnación al orden existente -en especial a la Constitución-, manifestada desde el 18 de octubre, a pesar de la violencia que acompañó al estallido. Esto no implica que justifiquemos o legitimemos esa violencia, sino que ella no puede ser tratada como violencia ordinaria. En este sentido, hay cierta hipocresía en celebrar el proceso constituyente y mantener la sanción penal para todos esos hechos.

Esto es exactamente lo que justifica, en general, la existencia de la institución de la amnistía. Porque la amnistía no solo borra la pena, la amnistía borra el delito. Pero borra el delito sin derogarlo para el futuro. Es decir, toda amnistía se refiere a hechos que son delictuales y que continuarán siendo delictuales, pero que ocurrieron en un contexto en el cual esos hechos son reconocidos como portadores de un sentido político que excede el que puede ser expresado a través de las normas y sanciones penales.

Por eso, abogar por una amnistía en una situación como la del 18 de octubre de 2019, no implica validar la violencia ni justificarla. Tampoco es contradictorio con afirmar que hechos ocurridos fuera de ese contexto deben ser sancionados. Lo que justifica la negativa a sancionar no es la idea de que esas acciones fueron “legítimas” o estuvieron “justificadas”. Toda amnistía se refiere a hechos que son y seguirán siendo delitos. Sin embargo, aunque se trata de acciones que son y seguirán siendo delitos, sería hipócrita sancionarlas, porque al celebrar el proceso constituyente las hemos hecho nuestras políticamente.

En vez de eso, hoy vemos que la persecución penal no ha tenido la misma perseverancia y rigor en las medidas cautelares aplicadas a quienes han sido acusados de actos delictuales en el contexto de la revuelta y las aplicadas a los escasos imputados de las numerosas violaciones de derechos humanos constatadas por organismos internacionales y organizaciones nacionales.

Para avanzar desde esta situación, debemos preguntarnos cómo identificar las acciones que por las razones anteriores debemos amnistiar. Un elemento evidente es el temporal: estamos hablando de hechos ocurridos entre el 18 de octubre -quizás unos días antes- y el momento en que el contenido impugnatorio que se manifestó entonces se consumó en el proceso constituyente. ¿Cuál es el momento en que ese contenido impugnatorio se consumó? Aquí hay por cierto espacio para diversas posiciones, que son las que podríamos discutir con tranquilidad si fuera posible una discusión tranquila respecto de esto. Algunos dirían que el 15 de noviembre de 2019, pero a mi juicio eso ignora que ese fue un intento que tenía todavía elementos insatisfactorios. Otros podrían decir el 25 de octubre de 2020, con el plebiscito. O quizás el 15-16 de mayo de 2021, con la elección para la Convención Constitucional en que se mostró que el proceso constituyente había sido capaz de canalizar, en primera persona incluso, la fuerza de la revuelta de octubre. En esa discusión yo sugeriría, inicialmente, algún momento previo al plebiscito de 2020, cuando ya estaba suficientemente claro que la Convención sería paritaria, tendría escaños reservados y reglas especiales para candidaturas independientes, es decir: cuando ya estaba claro que la Convención Constitucional no sería un momento más del orden político que caducó el 18 de octubre, sino el primero del orden político que esperamos que la nueva constitución cree.

Pero la limitación temporal, por cierto, no es suficiente. No se trata de amnistiar todos los delitos cometidos en el territorio nacional en el período correspondiente, sea éste cual sea. Es importante, entonces, ofrecer criterios adicionales para identificar los hechos incluidos en la amnistía. Hay, de hecho, buenas razones para pensar que el proyecto de ley de indulto general en actual tramitación los identifica inadecuadamente, porque incluye más que lo que debería incluir (incluye, por ejemplo, el homicidio en grado de frustrado).

El primero de estos criterios adicionales debe mirar a lo que se denomina los “tipos” delictivos, es decir las descripciones abstractas de acciones punibles. A mi juicio, por ejemplo, los hechos constitutivos de homicidio, o de lesiones corporales graves, tendrían que quedar excluidos. En contraste, delitos de desórdenes públicos, o de daños, deberían quedar incluidos. Este primer criterio que mira a los tipos penales no es suficiente en todos los casos, y debe ser complementado por otro. En efecto, ¿qué debemos decir de delitos de lesiones corporales menos graves, delitos de incendio, o delitos de hurto o robo con fuerza en las cosas? Aquí puede resultar conveniente pensar en una solución que deje incluidos a una o más de estos tipos delictivos, siempre que se den ciertas condiciones (negativas o positivas). Por ejemplo: incluir el delito de lesiones corporales menos graves, cuando no sean resultado de violencia focalizada contra una persona determinada; o incluir el hurto y el robo con fuerza en las cosas, si fue cometido en el contexto inmediato de una situación de protesta callejera.

Estos son criterios para decidir qué delitos incluir, desde el punto de vista de participantes en protestas y manifestaciones. ¿Debería la amnistía incluir delitos cometidos por funcionarios policiales? En principio, no hay razón que justifique una respuesta categorialmente negativa. Y por eso a este respecto debemos hacer un ejercicio similar al anterior, considerando primero los tipos penales y luego, condiciones negativas o positivas de inclusión o exclusión. Es indudable que tendrían que quedar fuera todos los delitos que puedan calificar como violaciones de derechos humanos y, en particular, aquellos que puedan ser considerados crímenes de lesa humanidad. Así, deben quedar excluidos, de entrada, delitos constitutivos de apremios ilegítimos o de tortura, de homicidio, mutilación o lesión corporal, de violación o abuso sexual, de secuestro, entre otros. Habiendo excluido estos delitos, podrían quedar incluidos otros como el de detención ilegal o de violencia innecesaria sin resultado de lesión corporal, cometidos durante situaciones de alteración del orden público, si no fueran constitutivos, al mismo tiempo, de algún otro delito excluido.

Sobre medidas reparatorias

La violencia que no aceptamos ni validamos ni justificamos, pero que, por razones de coherencia, no podemos sancionar, afectó bienes públicos y privados que son valiosos. El principio general es que, entonces, debemos asumir colectivamente los daños que ella causó. Tratándose de bienes privados, este principio general justificaría un esquema de reparación para las personas que fueron individualmente afectadas. Esta reparación debería incluir, en primer lugar, los casos de quienes sufrieron trauma ocular u otros daños a su integridad física. En segundo lugar, debe incluir a quienes sufrieron pérdidas materiales como consecuencia de los mismos hechos cubiertos por la amnistía. Si amnistiamos ciertos hechos porque en el sentido ya explicado los hacemos políticamente nuestros, es necesario hacer nuestro también el daño que causaron.

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