Publicada en La Tercera, 24 de junio, 2020
Continúa la discusión sobre proyectos de ley inconstitucionales. Pero la discusión asume una óptica moralista, que ignora el carácter específicamente político de una Constitución… política, en que el tema es si cumplen o no con su juramento o promesa de respetar la Constitución los parlamentarios, etc. A esto puede responderse, parafraseando a uno de los más distinguidos teóricos del derecho del siglo XX, que la Constitución no es el reglamento de un club de suicidas, por lo que ella debe ser interpretada a la luz de su finalidad democrática.
Pero este moralismo oculta lo que de verdad está pasando, que es mucho más importante. Para observarlo hay que ampliar la mirada y notar que no se trata solo de que algunos parlamentarios patrocinen mociones en materias de iniciativa exclusiva. Si fuera solo eso, nada demasiado significativo ocurriría: los mecanismos de control de la Constitución (que ciertamente no son pocos) se activarían y el proyecto inconstitucional sería invalidado.
Es precisamente esto lo que no está pasando: el mismo Presidente que dice que “todos tenemos la obligación de respetar la Constitución y las leyes vigentes” no está dispuesto a ir al TC en estos temas; el senador Moreira protestaba que el gobierno les pedía que se opusieran a proyectos por ser inconstitucionales, pero luego se lavaba las manos, obligándolos a pagar el costo político de hacerlo; los mismos parlamentarios de derecha que protestan airadamente contra diversas inconstitucionalidades no están dispuestos a requerir la intervención del Tribunal Constitucional, etc.
Es que estamos viendo lo que significa que la Constitución vigente haya fenecido. Ella ya no cuenta como un estándar reconocido de la conducta política. No cuenta, no solo para los parlamentarios que presentan mociones en materias de iniciativa exclusiva, sino tampoco para los presidentes de las cámaras o las comisiones que tienen facultades para declararlas inconstitucionales y no lo hacen, para los parlamentarios oficialistas y por cierto para el propio Presidente, todos los que pueden requerir al Tribunal Constitucional y no lo hacen.
Cuando la Constitución está viva, acusar a otro de actuar contra ella no es baladí: por eso el que acusa recibe crédito político, y el acusado paga un costo. Esto es lo que hoy no ocurre, como lo han notado no solo los parlamentarios de oposición, sino todos, Presidente incluido. Esto es lo que muestra que ya no tenemos una Constitución, sino un cadáver de Constitución.
No es bueno vivir con un cadáver de Constitución. Sería bueno tener una Constitución legitimada. Legitimada no quiere decir amada. Eso no es realista. Quiere decir que sea aceptada por todos, que ir contra ella sea políticamente costoso, que salir en su defensa sea políticamente ventajoso.
Para eso es el proceso constituyente. Mientras éste no ocurra, entonces, tendremos que acostumbrarnos a las múltiples consecuencias de vivir con un cadáver de Constitución.
Comentários