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  • Fundación La Casa Común

¿Cómo entender el proceso constituyente y sus avances?

Por Eugenio Rivera Urrutia

Doctor en Ciencias Económicas y Sociales por la Freie Universität de Berlín y colaborador de La Casa Común.


En Chile la política no involucraba –ni involucra todavía– a todos los miembros de la sociedad (…) Chile experimenta en su bicentenario una serie de preguntas y desafíos, en donde uno no menor es el cuestionamiento de la política misma.


Iván Jaksic (2018). Introducción general a Historia política de Chile, 1810 - 2010.


Conforme aparecen los lineamientos fundamentales de la nueva Constitución, los grupos del Rechazo continúan esforzándose por hacer fracasar el proceso. Sectores que desarrollaron su vida política en el contexto de la vieja Constitución y que eran contrarios al cambio constitucional proponen una suerte de “buenismo apolítico” para construir la “casa de todos”, como si el proceso constituyente fuera un momento apolítico. Contra los pronósticos agoreros, los constituyentes han logrado construir una mayoría efectiva y se avanza en construir una Constitución que permita enfrentar los próximos 30 años de vida del país, y que se sustente en reflexiones filosóficas, políticas, económicas y medioambientales que den cuenta del momento crítico que vive el mundo y Chile.


El proceso constituyente chileno a la luz de la tipología del cambio constitucional de Bruce Ackerman


Para entender el proceso constitucional es útil tomar como referencia la tipología de Bruce Ackerman, destacado profesor de Derecho y Ciencia Política de la Universidad de Yale. En su reciente libro Revolutionary constitutions: charismatic leadership and the rule of law, distingue tres caminos diferentes mediante los cuales las constituciones han buscado legitimarse desde el siglo XX.


Un primer camino se origina en un movimiento revolucionario que hace un esfuerzo sostenido para movilizar a las masas contra el régimen existente, y que, una vez tomado el poder, busca traducir el momento de alta energía popular en una nueva Constitución que supere los problemas de la anterior: Ackerman denomina a este tipo “constitucionalización del carisma revolucionario”. Conforme al segundo tipo, el orden político es construido por políticos pragmáticos del orden político vigente, no por revolucionarios externos. Así, al confrontar a los movimientos populares que buscan un cambio fundamental, la élite dominante responde con concesiones estratégicas, que dividen a los grupos revolucionarios en moderados y radicalizados: los primeros son cooptados mediante reformas sustantivas al orden, lo que le permite proyectarse hacia el futuro. Un tercer tipo es el denominado como “construcción elitista” (“elite construction”), caracterizado por que la élite dominante se ha debilitado tanto, que solo puede proyectarse construyendo un pacto con las nuevas élites.


La experiencia chilena que denominamos provisoriamente “constitucionalización democrática de la movilización popular” se distingue de estos tres modelos y, al mismo tiempo, contiene elementos de cada uno. El proceso constituyente se origina en un movimiento popular que, contra cualquier pronóstico, hizo colapsar del orden constitucional. No obstante, a diferencia del primer modelo que propone Ackerman, el estallido social no estuvo conducido por un movimiento revolucionario, ya que no es posible identificar grupos o individuos dirigentes del proceso. Ello expresó elocuentemente su carácter popular y espontáneo. Ahí radicaba su originalidad y su fuerza, pero también su debilidad: la incapacidad de proponer un camino de salida a la honda crisis política. Ni la movilización callejera pacífica ni la violenta, ni los numerosos cabildos autoconvocados, que no convocaban sino a pequeños grupos, podían configurar una salida al proceso.


En tal sentido, el sistema político fue clave para abrir un camino de salida que canalizara de manera institucional las energías que buscaban un cambio, mediante el acuerdo del 15 de noviembre. Sin embargo, se trata de una nueva institucionalidad política, que no se tradujo en una simple suma de élites antiguas y nuevas, a diferencia de los tipos segundo y tercero de Ackerman. La experiencia chilena es distinta, pues la Convención Constitucional (CC) es paritaria, incorpora de manera importante a sectores independientes que no eran parte de las élites anteriores, y asigna un espacio incomparablemente mayor a los pueblos originarios e, incluso, los representantes de fuerzas políticas existentes que ingresan reflejan una nueva correlación de fuerzas.


También se diferencia del primer modelo por el hecho de que no hay una “toma de poder” contra el régimen existente, ya que su desenlace se dará en el marco de un nuevo Gobierno que surge en el marco de la legalidad previa, lo que suma complejidad al proceso posconstitucional.


El proceso constituyente propiamente tal se desarrolla conforme al primer modelo de Ackerman, en cuanto a que las nuevas fuerzas que triunfaron en la elección de constituyentes lograron una mayoría que les permite definir los términos del debate. Ello es producto de que la Constitución del 80 hacía prácticamente imposible un cambio sustantivo, y que la derecha guardó en un cajón el proyecto de reforma constitucional de Bachelet, que precisamente había propuesto un cambio constitucional “desde arriba”, semejante al que recogen los tipos 2 y 3 de la tipología.


La Constitución como “casa de todos” es parte del debate político y se resuelve con la norma de los 2/3


Muchos eslóganes y argumentos machacan que las deliberaciones de la CC no están construyendo “la casa de todos”. Se sostiene que la correlación de fuerzas que se expresó en la elección de constituyentes no ha sido ratificada en las elecciones siguientes, sin que quede claro cuál debiera ser la consecuencia de tal afirmación: ¿se trata de realizar una nueva elección de constituyentes?, ¿por qué la presunta nueva correlación de fuerzas sería más genuina y cercana “al real sentimiento nacional”? Tampoco es claro qué percibirían los sectores minoritarios de la constituyente como una actitud “más dialogante de la mayoría” (que además es muy variable conforme a los distintos temas abordados).


Más allá de que es siempre posible mejorar las formas y ampliar el tiempo de deliberación (cuestión crecientemente difícil por los plazos estrictos que fijó el poder constituido al aprobar la reforma constitucional que posibilitó el proceso constituyente), lo cierto es que cada grupo y probablemente cada constituyente tiene una definición sobre los distintos temas que, entiende, debe ir conciliando con los otros puntos de vista. Por tanto, ¿hasta dónde debiera llegar ese proceso de convergencia? No es posible ni razonable que se pretenda alcanzar el acuerdo del 100% de los constituyentes en las distintas decisiones. Hay posturas inconciliables; la experiencia política mundial es clara en cuanto a que la unanimidad, en el mejor de los casos, es algo muy excepcional. No existe un punto óptimo teórico que permita señalar cuál es el umbral mínimo que hace que una decisión sea efectivamente un paso hacia la “casa de todos”. Y debe resaltarse que la reforma constitucional definió el umbral en términos precisos, al exigir que cualquier norma que se desee incorporar al texto constitucional debe ser aprobada por 2/3.


Detrás de algunas críticas pareciera subyacer la idea de que la deliberación constitucional está por sobre o fuera del debate político; que de alguna forma deberían dejarse a un lado las convicciones políticas para lograr un acuerdo suprapolítico sobre bases que no terminan de explicitarse. En cierto sentido, esa óptica trasluce la idea de que existiría una Constitución óptima, conocida por los especialistas, que debería concordarse por encima de lo que piensan la ciudadanía y sus representantes. No se reconoce que no es casual que sobre los diversos temas los distintos académicos tengan diferentes opiniones: hay muy buenas razones teóricas y basadas en ciencia política comparada para sostener un régimen presidencial; también para defender un sistema semipresidencial; también para promover uno parlamentario. Por tanto, ¿cómo dilucidar estos debates eternos, si no es mediante la deliberación –siempre sujeta a plazos– y, finalmente, mediante la decisión democrática bajo la norma de los 2/3?


La Constitución que se prefigura en los primeros acuerdos

Por encima de algunas cuantas iniciativas excéntricas y sin duda poco pensadas por parte de algunos constituyentes y que han sido rechazadas en el Pleno, y que alimentaron tormentas mediáticas por parte de los partidarios del Rechazo, se ha comenzado a perfilar una Constitución capaz de facilitar el procesamiento de los problemas que plantea la compleja sociedad moderna y que se venían constatando y relevando en la agenda pública y en la movilización popular. Las orientaciones generales y también las relativas a los distintos temas prioritarios están lejos de constituir “ocurrencias”, como buscan sostener algunos opinólogos o la prensa interesada.


El pleno ha aprobado, conforme a las experiencias de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial, que Chile es un “Estado social y democrático de derechos” de carácter “plurinacional e intercultural y ecológico” y una” República democrática, solidaria y paritaria”. Se responde, así, al reclamo mayoritario por avanzar en la ciudadanía democrática basada en derechos, con la apuesta de resolver el conflicto de La Araucanía sobre la base del reconocimiento de la plurinacionalidad.


La decisión de dar un salto adelante en las relaciones entre mujeres y hombres, alcanzando la paridad, forma parte medular de los principios fundamentales y cruza el conjunto del texto constitucional en discusión. La idea de incorporar el enfoque de género como instrumento de interpretación que implica que “corresponde al juez y jueza verificar que su decisión no se funde en estereotipos de género” constituye un elemento fundamental para encarar los desafíos del perfeccionamiento del sistema de justicia moderno. La literatura feminista ha sido insistente en que la igualdad ante la ley efectiva debe estar basada en el principio de igualdad de contenidos del derecho (Rechtsinhaltgleichkeit). Esta proposición es formulada por Jürgen Habermas, probablemente uno de los principales filósofos de la segunda mitad del siglo XX, de la siguiente manera: “En los aspectos pertinentes, los iguales deben ser tratados por igual y los desiguales deben ser tratados de manera desigual” (en Facticidad y validez). Este principio es producto de las reivindicaciones y las luchas de los movimientos feministas, de pueblos originarios y en general de los grupos vulnerables del mundo y aparece como central en la nueva Constitución promovida por las mujeres, los pueblos originarios y los representantes de las regiones. Esta perspectiva incluye el derecho a que los pueblos originarios puedan, en el tratamiento de sus asuntos, guiarse por sus usos y costumbres, pero sujetos a los límites que plantean los DD.HH. y la Constitución.


Lentamente se ha ido configurando el Estado Regional. Responde a problemas identificados desde hace tiempo. Hipercentralismo, políticas definidas centralmente que no toman en cuenta las particularidades de las distintas regiones, una excesiva centralización fiscal, todo lo cual redunda en la imposibilidad de crear una real comunidad política. En este contexto, se ha aprobado el artículo que señala: “Chile es un Estado Regional, plurinacional e intercultural conformado por entidades territoriales autónomas, en un marco de equidad y solidaridad entre todas ellas, preservando la unidad e integridad del Estado”, señalando en el artículo subsiguiente que “Chile, en su diversidad geográfica, natural, histórica y cultural, forma un territorio único e indivisible”.


Preocupación ha causado en algunas personas el artículo “las regiones autónomas, comunas autónomas y autonomías territoriales indígenas están dotadas de autonomía política, administrativa y financiera”, pues se tema que ello derive en una disgregación del Estado. No obstante, los incisos y artículos siguientes son enfáticos en señalar que ello se enmarcará en los “términos establecidos por la presente Constitución y la ley” y que “en ningún caso el ejercicio de la autonomía podrá atentar en contra del carácter único e indivisible del Estado de Chile, ni permitirá la secesión territorial”.


Sin duda, existe un giro respecto de una tradición política-administrativa donde las relaciones entre los distintos niveles del Estado están sujetos a una relación jerárquica. No obstante, las nuevas normas deben ser leídas desde el punto de vista de una modernidad que apuesta a que las relaciones entre las distintas instancias políticas administrativas se estructuren no sobre la base de confianzas personales sino como relaciones institucionales de tipo horizontal.


Punto crucial de la deliberación constitucional es el relativo al sistema político. En el informe que se está enviando al Pleno (en el momento en que se escribe el presente artículo) se propone un sistema presidencial que incorpora la figura del vicepresidente o vicepresidenta (con la exigencia de que las duplas deben siempre incorporar a una mujer y un hombre) y la creación de un ministro de Gobierno que, nombrado por el Presidente de la República, opera como jefe de gabinete y tiene como tarea fundamental construir una mayoría en la Cámara Plurinacional de Diputadas y Diputados. Sin duda que este diseño incluye elementos de un sistema parlamentario, pero no es requisito haber logrado construir la mayoría entre los integrantes del Congreso para que el ministro de Gobierno se mantenga en el cargo, pues es de confianza del Presidente.


En lo que se refiere al Poder Legislativo, este radica en la ya mencionada Cámara Plurinacional de Diputadas y Diputados. Junto a esta Cámara Política se propone una Cámara Territorial que reemplaza al Senado en el contexto de un bicameralismo asimétrico, que sería constituida por el mismo número de representantes por región, elegida directamente por el voto popular y presidida sin derecho a voto por el vicepresidente o vicepresidenta de la República. Ha sido la eliminación del Senado el tema que ha suscitado mayores polémicas.


Lamentablemente, desde el propio Senado ha surgido una defensa corporativa poco justificable. Más sustantiva ha sido la de aquellos que sostienen la necesidad del Senado como instancia de contrapeso frente a la presunta irresponsabilidad/inmadurez/populismo de la Cámara de Diputadas y Diputados. Aun cuando en mi opinión sería mejor una sola Cámara, la propuesta de dos cámaras con atribuciones simétricas es un segundo mejor. El sistema funciona con éxito en varios países, entre otros. Alemania y España.


Sin duda que el modelo de cámaras simétricas es EE.UU., en que el Senado está compuesto por dos representantes de cada estado, inicialmente como garantía a los estados esclavistas de que no se aboliría la esclavitud y que hoy afecta gravemente la representatividad (40 millones de californianos eligen dos senadores, al igual que los 577 mil habitantes de Wyoming) y en que 34 senadores representantes del 5% de la población pueden bloquear cualquier reforma constitucional.


Es cierto que el actual Senado del país es elegido por una combinación de criterios territorial (por pequeña que sea una región, elige al menos dos senadores) y criterio ciudadano (las regiones más grandes eligen 4 senadores). Esto lleva a preguntarse, entonces, ¿cuál es el sentido de tener dos cámaras que hacen lo mismo (más allá de atribuciones específicas que tienen ambas)? Existe bastante acuerdo de que la existencia de las actuales dos cámaras resulta ineficaz, lo que se expresa en que muchas reformas fundamentales –como la de pensiones y de la salud– no lleguen a buen puerto. Por otra parte, el hecho de que el Senado tenga prácticamente las mismas atribuciones que la Cámara de Diputadas y Diputados tiene como consecuencia que no se preocupe particularmente de los temas relevantes para las regiones, lo que ha contribuido al hipercentralismo y a que los procesos de descentralización hayan avanzado con extrema lentitud. En este contexto, la Cámara Territorial, que tendría como funciones particularmente importantes las relativas a las regiones, es un avance sustantivo.


Cabe, sin embargo, tener claro que “el diablo está en los detalles”. Será clave precisar la articulación de los sistemas de justicia; la relación entre el Estado central y las diversas autonomías, de manera de no afectar la unidad del país y concordar la gradualidad con que se implementarán las normas; definir la articulación entre exigibilidad de los derechos y la definiciones políticas al respecto; y las normas de tránsito entre la vieja y la nueva Constitución. La adecuada armonización de iniciativas que representan las preocupaciones del conjunto de la CC y de la población será una tarea no menor, más aún considerado el poco tiempo disponible.

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